viernes, 24 de febrero de 2017

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.Página de José Martínez Alcolea-Escritor.

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Quería agradecer todo vuestro apoyo y el ánimo que me dais. Os recuerdo que la novela está disponible en librería Popular, Nemo, Nobel, Herso y Circus y en unos días estará en Amazon en versión papel y digital. Gracias a todos.

miércoles, 15 de febrero de 2017

Capítulo 0

En unos días a la venta.
Os dejo el principio de mi novela. Para ir abriendo boca.

0. El pueblo de las cabras

Como cada tarde, cuando el sol se esconde, tras las cercas aparecen las cabras.
La poca gente que queda en el pueblo dice que bajan al aljibe a beber agua, que desde que el río se dejó secar y el pueblo anda sediento de agua y de peces, van desorientadas y no han perdido la costumbre de venir a refrescarse cuando la tarde deja de abrasarlas.
No es, sin embargo, cierto. Bajan a recuperar lo que es suyo y que a punto estuvieron de dar por perdido. A las cabras les gusta el silencio y la quietud y hubo un tiempo en el que no se atrevían a bajar con tanta bulla. Solo los más viejos del lugar recuerdan haberlas visto merodear el pueblo. Este pueblo que no saben si existió o si soñaron, en el que las calles se alegraban con las risas de los niños que ellos mismos fueron un día y a los que casi no recuerdan. Lo que vino después hizo que olvidaran que un día jugaban al zompo entre las calles de tierra y que bajaban a refrescarse al río y al aljibe. Este pueblo que, con las claras del día quedaba desierto y que veía marchar a todos a deslomarse al campo pero que, por las noches, renacía en las puertas de las casas cada verano.
Al caer la tarde, los niños bajaban a tirarse agua en el río, los hombres se reunían en el bar a hablar de las cosechas y las mujeres se reían en abierta carcajada en la puerta de sus casas y, juntas, renovaban la ilusión de unas vidas que llevaban siglos siendo las mismas.
Cada noche la vida renacía y las cabras, cada noche, huían de las risas.
Después habrían de venir los años oscuros, aquellos años en los que todos trabajaban aún más que antes para mayor gloria del cacique y mayor miseria de todos ellos. Durante ese tiempo, pese a todo, los niños siguieron bajando al río, los hombres siguieron hablando de las cosechas, las mujeres saliendo al fresco y a las cabras, nadie las veía.
Ellas, sin embargo, sí miraban cada noche, escondidas tras las cercas, cómo el pueblo se iba apagando y empezaban, poco a poco, a alumbrar la esperanza de volver a hacerlo suyo. Sabían que pronto muchos se irían a cambiar la pobreza del pueblo por la miseria de la ciudad, que esos niños crecerían antes de tiempo y, bien jóvenes, cogerían el camino de la vega para nunca volver, hastiados de ver siempre las mismas caras, las mismas quejas y los mismos miedos, que eran los que impedían a los viejos huir junto a ellos.
Los años oscuros pasarían y aunque todos se hubiesen prometido volver al pueblo, nadie lo haría. Los viejos serían ya muy viejos para irse y se quedarían esperando cada tarde la vuelta de unos hijos que nunca ya habrían de volver.
Pocos iban quedando. Dejaron de tener hambre pero, a cambio, tuvieron más miedo. El río se secó, las casas se hundieron y aquí se quedaron ellos, mirando cada tarde a ese surco yermo en la tierra, esperando que el agua rebrotara y que el pueblo volviera a reír; contando a los pocos forasteros que pasaban de vez en cuando que hubo un día en que en el pueblo se oían risas de niños y que el agua corría libre entre las piedras.


Como cada tarde desde que el pueblo empezó a dormir una siesta de la que nunca habría de despertar, las cabras empiezan a asomarse, tímidas, desde las cercas.
Al principio tuvieron miedo, pero pronto se dieron cuenta de que nada había que temer de esos viejos renegridos que ya no tenían dientes para reír.
Saben que deben ser pacientes, que muy pronto ya, todo será suyo.
Por eso cada noche, cuando ya no se ve, bajan, cada vez menos sigilosas, al pueblo y de tejado en tejado lo asaltan, adelantando el placer, cada día más cercano, de no tener que abandonarlo cuando asome el sol.
Cada noche contemplan cómo el tiempo se acaba para esos viejos desdentados y esperan, animadas, el día en que solo para ellas sea el pueblo.
La ronda siempre es la misma. Empiezan galopando sobre el tejado de Juan y Rosa. Ella se solivianta y cree que esos golpes sobre las tejas los da su madre, a la que siempre temió y que murió al final de los años oscuros. Cree que cada noche vuelve convertida en iracunda abuela, furiosa con ella por haber dejado que sus hijos abandonaran el pueblo, dispuesta a recordarle que, sin nadie que la cuide, muy pronto la devorarán las ratas, a ella y también a su marido. Asustada, se abraza a Juan, que entre sueños le dice que ya es muy vieja para creer en espíritus, que ya ellos dos son casi espíritu.
Después saltan al vecino tejado de Anselmo. Anselmo dejó de limpiar su casa el mismo día que dejó de creer que un día tendría una familia. Entre bolsas y cajas duerme, ayudado por litros de vino barato, y cuando oye esos golpes que cree que suenan dentro de su cabeza, vuelve a prometerle a la Virgen del Carmen que esta caja de vino será la última que compre.
Corren después hasta el patio de Cande y Luisa. Solas y solteras, ¿qué iban a hacer sino estar juntas? Cuando el tejado de Cande acabó cediendo a la lluvia y el tiempo, fue el momento de instalarse en la casa de Luisa. Desde pequeñas se quisieron y se acaloraban cada vez que se tocaban en el río, de reojo se miraban desnudas y, como eran tan amigas, cuando nadie miraba, se besaban.
Cada noche se acuestan juntas en la misma cama, aunque camas es lo que sobra en esa casa; cada noche se acarician, cada noche se miran y cada noche lloran. Pronto las lluvias y el viento acabarán tirando también este tejado sobre ellas dos y, abrazadas, tendrán un segundo para entrelazar fuerte sus manos y sentirse, una vez más, las dos mujeres más felices de este pueblo.
Rozando sus cuernos con la puerta de atrás, asustarán a Cándida, que aún no se habrá acostado, desesperada en la ilusión de que al fin la mire Juanjo. La sorprenderán ensayando maquillajes en la triste mueca de su cara y anillando rulos en esos cuatro pelos mal teñidos con agua oxigenada, mientras suena Sarita Montiel en el viejo tocadiscos. Grotesca niña de ochenta años que lleva sesenta ilusionada porque, un día, el hombre más poderoso del pueblo la besó en la verbena y después la besó más en la era de Braulio. Cuando meses después, ya no podía ocultar su vientre abultado con vestidos anchos y Juanjo le pidió que bebiera ese[J1]  líquido caliente que sabía a brevas amargas, ella lo hizo para que él se pusiera contento. No le importó casi desangrarse porque cuando bebía el potingue, él le sonreía. Desde entonces ya nunca volvió a sonreírle, ni a ella ni a nadie.
Irán por último a la casa de Juanjo. Lo verán a través de la ventana intentar dormir sin conseguirlo: imponente pese a su edad, con ese aire de estar por encima de todos y que consigue que todos bajen los ojos cuando lo saludan, aunque hace años que su pan ya no depende de él.
Lo verán acariciar la escopeta, esa escopeta que todos envidiaron y que fue la última que miró Enriqueta mientras la apuntaba a los ojos. Nunca quiso casarse con ella, pero no hubo otra opción. Era la mujer más rica que encontró, también era la más fea y acabó siendo la más pazguata y la más mezquina. Poco le costó dispararle. Cuando apareció en el río con un tiro entre los ojos, todos dieron por cierto que había muerto ahogada. Tal vez, Juanjo tenga[J2]  el valor de hacer una última visita, escopeta en mano, a la muñeca vieja de Cándida para descerrajarle un tiro en esa boca desdentada y obscenamente fucsia, pero no, no merece la pena a estas alturas.

Dentro de poco, cuando estos cuatro viejos sean solo un mal sueño, las cabras volverán a pasear libres por las calles de este pueblo seco y marchito; cuando las hierbas hayan sepultado los recuerdos, solo ellas recordarán que hubo aquí un día gente que reía y que amaba.
Tal vez, al cabo del tiempo, alguien se acuerde de que un día hubo risas y hubo un río ruidoso; tal vez alguien decida quitar las hierbas y el polvo que ya cubrirán todo y, tal vez, alguien vuelva a vivir en este pueblo, tal vez otro venga después, y otro, y otro más.
Tal vez, se oigan de nuevo risas y, tal vez, el agua vuelva a fluir valle abajo, arrastrando en su corriente el polvo de un largo sueño. No saben las cabras que, igual que tras un incendio un nuevo pino brotará años después de las semillas, debajo de la broza queda, imperceptible, una simiente de la vida que fue y que no tendrá más remedio que volver a ser.
Ante la bulla renacida, volverán asustadas las cabras al monte y, temerosas de nuevo, mirarán escondidas cómo el sol se pone tras los muros de las casas. Como cada tarde.



 [J1]Creo que es mejor “que bebiera” que el infinitivo.
 [J2]Conviene añadir aquí ese “Juanjo” para darle un sujeto a esta frase (y para recordar de quién estamos hablando

martes, 20 de diciembre de 2016

El pueblo de las cabras.

«El pueblo de la cabras» es la historia de un hombre marcado por su infancia. Una historia llena de futuro y de esperanza en la que la vida siempre se abre camino.
Mientras fue un niño siempre le abrigó la esperanza de que, tarde o temprano, su padre moriría.
Óliver Cuchillo, acompañado por un perro, una urna con las cenizas de su hermana y  un niño nacido en Vietnam , abandona una mañana su ciudad para iniciar un viaje sin retorno hacia el pueblo de las cabras, donde nació su padre y en el que él pasó los veranos de su infancia.
Acompañamos a Óliver en su viaje a un lugar fascinante donde conviven la realidad y la fantasía, la ternura y la crueldad, lo rural y lo urbano, la vida y la muerte.

Que las cabras te acompañen.

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